Poemas Telúricos de "Pepe, el pampeano"Pampa Central



Me voy pa’ la City

Me he tomado la licencia
que venía acumulando.
Tantos años trabajando
como pión y domador,
tanto cansancio y sudor
ya me estaba acobardando.

Ya dispués de acomodar
mis pilchas en un bagayo,
las puse sobre el cabayo
y rumbié pa’ la estación.
Recorrí todo el tirón
en menos que canta un gayo.

Dejé a mi fiel "patas blancas"
en la casa de un amigo,
que fue, más tarde, conmigo
hasta el tren, a despedirme.
Yo estaba chocho por dirme,
y de la ciudá, ser testigo.

Al cabo de unos minutos
y en medio de una humareda,
llegó el tren, y en la vereda
del andén se estacionó.
Chiyó juerte y resopló
levantando polvareda.

Subí al vagón de segunda
con alegría y donaire.
Yo me iba pa’ Güenos Aires
a conocer la ciudá;
en busca de actualidá
y a cambiar un poco de aire.

Llegó la hora ‘e salida
y el Jefe de la estación,
le dio un juerte sacudón
al cordel de la campana;
y el aire de la mañana
se enyenó de vibración.

Saludé con emoción
a mi amigo, y confesé
que me daba un no sé qué
separarme de mi flete.
Apenau, bajé el copete
y hasta creo que yoré.

‘‘No se aflija, compañero
–dijo mi amigo sonriendo–,
su pingo, vaya sabiendo,
yo mesmo lo he de cuidar.
¿Pa’ qué se va a priocupar?
¡No se me vaya sufriendo...!’’.

Un gaucho sin su cabayo
se siente desamparau;
anda de uno al otro lau
como bola sin manija.
Y esa situación, de fija,
mi amigo la había captau.

Pero volvamos al tema
de lo que estaba contando;
de mi viaje, cabalgando
en aquél potro de acero.
Y aunque así, era el primero,
ya me estaba acostumbrando.

Dispués de mucho pensar
en las cosas que vería,
y en el tiempo que tendría
pa’ recorrer y vivir,
me acomodé pa’ dormir
y desperté al otro día.

Ya casi habíamos llegau
cuando mis ojos abrí.
Lo primero que sentí
fueron ganas de matear,
pero tuve que tomar
café con leche y biscuí.

Llegamos a la estación
del Once, así se llamaba.
Medio boliau me encontraba
al ver tanto caserío.
Rempujando entre el gentío
luego, en la calle me hayaba.

‘‘Bueno, Pepe, ya llegaste
–me dije pa’ mis adentro–.
Ya en el baile estás adentro
y has de tener que bailar;
pero primero buscar
dónde hay un alojamiento’’.

Caminando al tranco manso
encontré lo que buscaba.
Un cartelito rezaba
que era ‘‘Hotel Alojamiento’’.
Pero ya una vez adentro
me di cuenta dónde estaba.

Seguí buscando, al tranquito,
hasta que pude encontrar
un buen hotel donde estar
tranquilo y bien a mis anchas,
sábanas limpias, sin manchas,
ande poder descansar.

Ya dispués de descansar
de aquel viaje agotador,
me acerqué hasta el comedor;
y al punto cuando me vieron,
el almuerzo me sirvieron
como si fuera un señor.

Por la tarde me animé,
y me dispuse a pasear.
Me largué a caminar
recorriendo la ciudá,
y les digo la verdá
que había mucho pa’ mirar.

Fui a ver el Obelisco,
del que tanto oí hablar,
y le puedo asegurar
cuando lo vi ridepente,
grité: ‘‘¡Flor de palenque!
¿Y qué cabayo han de atar...?’’.

La gente que andaba cerca
miraban y se reían.
De seguro no sabían
de qué cosa estaba hablando.
Dispués, seguí caminando,
sin mirar lo qué hacían.

Se me antojó de cruzar
la calle ancha y rayada,
cuando, en medio ‘e la calzada
los autos se me vinieron.
Yo no sé si no me vieron
o no les importé nada.

Pasaban como balazo
rozándome las bombachas.
Casi me la hacen hilachas,
de cerquita que pasaban.
Sentí que ellos pensaban
que yo era una cucaracha.

Ya dispués me hice baquiano
y me aprendí el jueguito
de aquellos tres farolitos,
rojo, amariyo y verde.
Y advertí que siempre pierde
quien camina despacito.

Al prienderse la luz verde
que de frente vos tenés,
es mejor que te largués
a cruzar más que apurau.
Si sos medio despistau,
de siguro que perdés.

Encomendá tu alma a Dios
si no alcanzaste a cruzar,
y te llegás a encontrar
en el medio de aquel lío.
Es como tirarse en el río
sin aprender a nadar.

Llegué cansau al hotel
dispués de un día agitau,
en que me había pasau
cuerpiando coche tras coche,
gambetiando a troche y moche
pa’ no ser atropeyau.

Esa noche no dormí,
por tuito el ruido que había.
Tanto bochinche se oía,
de bocinas y motores,
el humo y los mal olores
que de la calle venían.

¡Ah Cristo, cuánto añoraba
a mi cielo y a mi Pampa...!
Al campo y su verde estampa
y a los pájaros volando.
No quería seguir estando
encerrau en esa trampa.

Al otro día, temprano,
mis pilchas acomodé.
A la recepción bajé
y pagué lo que debía;
y en ese mesmito día
pa’ la estación me rajé.

Saqué el boleto de güelta
y me quedé en el andén,
a esperar que salga el tren
que me llevara ‘e regreso.
No me acostumbraba a eso
y no me sentía bien.

Y ansí volví pa’ mi Pampa
y a Güenos Aires dejé,
que la verdá, le diré,
de güenos, nada tenían,
y que más bien parecían
más malos que no sé qué.

Y toda esta desventura
algo positivo deja,
y es aquella moraleja
que dice: ‘‘No has de llevar
tu destino, a otro lugar
que no sea tu tierra vieja’’
.


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