El Abuelo y otras atrocidadesPampaCentral


El   Abuelo

1.- Saludos.

Esta historia comienza cuando yo era un muchacho de tan sólo quince años y vivía con mi familia: mi padre, mi madre, el tío Osvaldo (hermano de mi padre), mis dos hermanitas y mi amado abuelo. Se podría decir que gozábamos de una buena posición económica; mi padre era un gran saludante, y en esa época, en la que el saludo aún estaba de moda, ganaba mucho dinero. Tal vez alguien se pregunte qué es un saludante... Bueno, un saludante, obviamente, es quien trabaja prestando el servicio de saludar. Los servicios del saludante son muy requeridos, sobre todo, en las estaciones de micros y trenes, o en puertos y aeropuertos, por viajeros solitarios que pagan para ser despedidos en su partida.
    Hay saludantes solistas y los hay en grupo, y la mía era una familia de saludantes. El padre de mi padre había sido saludante (y en los tiempos de este relato aún lo era, y no cualquier saludante, se podría decir que era uno legendario), y el padre del padre de mi padre también lo había sido. Y el padre del padre del padre de mi padre reparaba sandalias, así que no viene al caso y no tiene importancia en lo que hace a la historia; por ende no lo volveré a mencionar en ella...
    En su juventud, el abuelo había sido un saludante muy importante, había saludado a mucha gente de la nobleza y la farándula: príncipes y reinas de la Vieja Europa, actores de Hollywood, condes, duques, zares, sultanes, rajaes, obispos, arzobispos, y hasta llegó a saludar al Papa en persona...
    Y fue gracias a su oficio que conoció a mi abuela. Ella había contratado sus servicios para que la despidiese en el aeropuerto antes de su partida a Australia, y tan bien la saludó mi abuelo, con tal estilo y tanta gracia y delicadeza, que mi abuela, conmovida y enamorada, no quiso partir y se quedó junto a él, desde ese día, hasta el último de su existencia...
    De mi abuelo aprendieron el oficio mi padre y mi tío Osvaldo, también grandes saludantes, aunque de estilos y técnicas un tanto diferentes. Mi madre también saludaba, pero más bien de aficionada que profesionalmente, y en aquella época, mi padre nos estaba enseñando los trucos del oficio del saludo a mí y a mis hermanitas Bulimia y Anorexia, se podría decir que con bastante éxito, ya que, tanto ellas como yo, nos ganamos la vida hoy en día ejerciendo la profesión de saludante.
    El saludante también suele ser contratado para saludar en casamientos, graduaciones, funerales; pero no debe ser confundido con el felicitador (un personaje particularmente hipócrita y adulón) ni con el lastimero extra de velorio (un tipo insoportablemente remilgado y afectado).
    Las técnicas del saludo varían según el estilo del saludante. El saludo de papá, por ejemplo, era fraternal, un saludo mas bien familiar, en cambio, se podría decir que el saludo del tío Osvaldo era un saludo sensual, hasta incluso un tanto erótico. Hay que tener en cuenta que el tío era soltero... Era famoso por su saludo de novio despechado (enaltecedor del ego de las señoritas), y el de amante recio e indiferente. El abuelo tenía un estilo más clásico, lleno de gestos de galantería, como reverencias y gráciles movimientos de su mano experta. Mamá a veces era demasiado expresiva y su saludo podía llegar a parecer hipócrita o poco natural (hasta medio cursi), pero tenía una espontaneidad terrible para el llanto, que le valía la admiración de todo el gremio, en el que era conocida como "La Llorona".
    Mis hermanitas tenían un estilo tan cándido y natural, que eran la delicia de esas señoras gordas que adoran pellizcar cachetes. Y bueno... yo estaba viviendo mi adolescencia y, en ese entonces, mi saludo era un tanto rebelde, una especie de "a Dios gracias que te vas", o "no tenés idea de la festichola que voy a organizar en casa durante tu ausencia"...
    Las tarifas varían según sea un saludo individual o colectivo, alegre o triste (el llanto se cobra aparte y por cm³. de lágrima). El saludo puede ser a pañuelo agitado, y una variante más económica es la del pañuelo descartable de papel, que quizás no tenga el estilo del pañuelo clásico, pero si el saludante es hábil, y tiene una buena técnica, la diferencia disminuye de manera considerable... También se cobran como servicios adicionales el beso al aire y las promesas de llamarse o escribirse alguna vez (tan falsas como las originales).
    Como ya mencioné, mi abuelo había sido un afamado saludante que en sus épocas de juventud había viajado por todo el mundo, y en tiempos de este relato, aunque esporádicamente, aún recibía invitaciones del extranjero para ejercer su arte del saludo en algún evento especial.
    Y fue en uno de esos viajes en el que mi abuelo se despidió definitivamente de su existencia aquí en la Tierra, para ir a saludar a nuestro Ubicuo Padre que mora en los Cielos...
    Y murió como él lo hubiese deseado, haciendo lo que mejor sabía hacer: Saludar...
    El suyo era un corazón cansado, y tal fue la emoción que le produjo volver a saludar en la Vieja Europa, que, apenas agitó su bendito pañuelo, se desplomó en el suelo con su mano, crispada como una garra, sobre su pecho agobiado...
    Para el saludante, como sucede con el actor, es menester no emocionarse durante su labor, pero el abuelo ya estaba viejo, y lleno de recuerdos melancólicos...
    Me es imposible expresar el golpe que significó para la familia la pérdida del abuelo...
    Decidimos viajar a Europa para traer el cuerpo y velarlo en su amada patria. Mamá, que era tan emocional, prefirió quedarse en casa cuidando de las niñas, que, dicho sea de paso, aún no se habían enterado de la cruel noticia. Papá y mamá no sabían como trasmitirles la oscura novedad, sin provocar en sus delicados sentimientos heridas que tan solo podrían cerrar tras años de sesiones con algún traumatólogo...
    Una mañana fría y lluviosa de otoño, que (aunque suene un tanto cursi) parecía un llanto de despedida a mi amado abuelo, partimos hacia Europa, mi padre, mi tío Osvaldo y yo...


2.- El taxidermista.

El cuerpo yacía rígido sobre una especie de camilla. Un hombre alto y taciturno, de expresión sombría tomó una esquina de la sábana que lo cubría y dejó entrever el rostro del abuelo, y, plasmado en él, un eterno gesto de pasión; tal era la impresión que transmitía...
    Sin emitir palabra alguna, papá asintió con la cabeza y los tres nos quedamos silenciosos en torno al cadáver, mudos de la emoción.
    Fue entonces cuando, repentinamente, a papá le agarró el ataque (no se me ocurre otra manera de denominarlo) y gritando "¡padre!" con expresión demencial tomó al abuelo entre sus brazos y huyó con él de la morgue. En vano intentaron detenerlo; papá arremetía contra todo el que se interponía en su camino, sin dejar de gritar desaforadamente "¡padre, padre...!" y sin soltar, precisamente, a su amado padre, que ya se asemejaba mas a un rígido maniquí que a un verdadero abuelo...
    El tío Osvaldo y yo corríamos atrás de papá, intentando tranquilizarlo con palabras de consuelo, pero no se detuvo hasta después de dos horas de alocada maratón...
    Entonces, exhausto, se acurrucó en cuclillas, sin dejar de abrazar a su querido y –a esta altura del partido–, aromático progenitor; y sus gritos se fueron transformando, poco a poco, pasando por una suave gama de quejidos y gemidos, en un tenue llanto intermitente de niño desamparado...
    De pronto la vista de papá se fijó en un punto y así se quedo, tieso, como un perro de caza oteando el horizonte... Seguimos su mirada y nos encontramos con una vieja puerta de roble con una placa de bronce que rezaba: "Alfredo Himodo. Taxidermista y trasplantador de órganos".
    Papá, con los ojos abiertos de par en par y la frente goteando sudor, susurró: –Milagro–. Y, levantándose de un salto, alcanzó la puerta de dos largas zancadas y comenzó a golpearla desesperadamente.
    La puerta no tardó en abrirse, y, tras una ráfaga de fuerte olor a formaldehído, se asomó por ella un hombre bajo, panzón y medio calvo, con cierto aire oriental, y al ver a mi padre parado frente a él, tan rígido como el cadáver que llevaba a cuestas, con un rápido gesto de su mano nos invitó a entrar en su casa.
    Antes de que mi padre dijese una palabra, el taxidermista lo invitó a sentarse en un sillón y le sirvió una taza de té. No sé si sería de tilo o qué, pero en unos minutos el semblante de mi padre había cambiado. Se lo notaba algo más tranquilo y sus crispadas manos soltaron al fin al abuelo.
    Delicadamente el señor Himodo, como acostumbrado a este tipo de cosas, tomó el cadáver y lo colgó en un perchero, donde se hallaban también el de una señora muy vieja, y el doble cadáver de dos niños siameses. –¡Vaya si se me ha acumulado trabajo esta semana!–, suspiró el señor Himodo, y estrechándole la mano a papá conjeturó: –Este debe ser su padre...
    Entonces el taxidermista, con aire solemne, comenzó a dar un discurso sobre el amor paternal y lo fugaz de la vida, que terminó haciendo irrumpir a mi padre en llantos nuevamente.
    –Pero, afortunadamente, Dios me ha dado el don de preservar la carne, y ha hecho que hoy nuestros caminos se cruzaran –dijo el taxidermista–, y no quiero decir con esto que su padre vaya a quedar igual que antes, obviamente faltará esa chispa de vida que solo Dios sabe dar, pero estoy seguro de que esto lo ayudará a ir aclimatándose emocionalmente... –y siguió hablando de lo terapéutico que era tener un familiar embalsamado–.
    En eso irrumpieron en la habitación dos... niños, si es que podía llamárselos así. El más pequeño tenía tres bracitos y de uno de ellos colgaba su cabecita, oscilando cuando él saltaba en su única piernita, jugando con su hermano mayor, que en cambio tenía tres piernas. Supongo que una de estas piernas pertenecería al más pequeño, porque el bracito que le sobraba a éste era el que le faltaba al mayor... Por más que busqué la cabeza de este último, no logré hallarla por ningún lado, hasta que descubrí a qué estaban jugando y con qué: Los pequeños fenómenos jugaban a la pelota con una rubia cabecita salpicada de pecas, y uno que otro moretón...
    Al ver nuestra expresión de perplejidad, el taxidermista nos tranquilizó: –No se preocupen... Son mis niños: Sístole y Diástole. Cuando usted golpeó mi puerta me sorprendió intercambiándoles algunos de sus órganos y miembros. Estoy intentando enseñarles el oficio de trasplantador de órganos, y usted sabe que lo que mejor se aprende es lo que nos enseña la propia experiencia. Igualmente, por lo general, los suelo rearmar antes de bañarlos y acostarlos a dormir...
    Se notaba que éste era un hombre que sabía lo que hacía, un verdadero profesional en la materia, y mi padre y mi tío Osvaldo no dudaron ni un segundo en entregarle al abuelo para que perpetuara su carne...
    Luego de unas horas el trabajo ya estaba terminado, y tan bien había quedado, que de regreso a casa tuvimos que pagar un pasaje más de avión, ya que en el aeropuerto se rehusaron a meter al abuelo en el maletero, amenazándonos con acusarnos a la Sociedad Protectora de Ancianos.


3.- De regreso a casa.

A pesar de que durante el viaje no se había hablado una sola palabra sobre el tema, los tres habíamos llegado al tácito acuerdo de no enterrar al abuelo. Tal vez fuera una manera de evadir la realidad y de negar la naturaleza de las cosas, pero yo pensaba, mas que nada, en mis dos hermanitas; no había razón alguna por la cual debieran privarse de disfrutar a su abuelito, como yo lo había hecho durante los años de mi feliz infancia. Y además, a fin de cuentas, mucha gente guarda los restos de sus parientes queridos en urnas que adornan el living de la casa... ¿Qué hay de censurable en que uno prefiera lo concreto a lo abstracto, y opte por conservar al pariente a imagen y semejanza de lo que era cuando aún estaba vivo?...
    Finalmente llegamos a casa, y hasta el gato corrió a dar la bienvenida al amado abuelo. Las niñas brincaban de alegría y le llenaban de besos las mejillas. Afortunadamente, el abuelo nunca se había caracterizado por ser un hombre locuaz, por lo tanto, su eterno silencio no despertó sospechas en los dos rubios angelitos; tampoco lo hizo el leve olor nauseabundo, ya que el abuelo tampoco era famoso por bañarse con demasiada frecuencia, es más, hubiese despertado sospechas el hecho de no oler su característico aroma.
    Tal vez alguien lo llame engaño, yo prefiero llamarlo ilusión, como cuando se ilusiona a los niños con fantasías sobre Papá Noel y los Reyes Magos. Dicho sea de paso, en las Navidades disfrazábamos al abuelito de Papá Noel, lo sentábamos en su viejo sillón favorito, y colocábamos en su fría mano una bolsa llena de juguetes. Ya más grandecitas, las niñas terminaron por descubrir a su abuelito, inconfundible tras la larga barba blanca, y a pesar de ella, por su característica fragancia y las moscas que solían revolotear a su alrededor.
    Esos sí que eran días felices. Todo transcurría como si el dedo de la Desgracia no nos hubiese rozado jamás. Hasta seguíamos llevando al abuelito a saludar con la familia. Mi padre, a esta altura mas que acostumbrado a cargar con el cadáver, lo sostenía de pie, mientras que el tío Osvaldo movía la mano del abuelo, con su infaltable pañuelo entre los dedos afortunadamente rígidos, circunstancia muy práctica para la ocasión. Quizás no conservara la soltura y la gracia de antaño, pero lo adjudicábamos a los achaques de la vejez, y la clientela aún pagaba fortunas por ser saludada por mi abuelito, sin sospechar jamás que lo que tenían ante sí no era mas que su envoltorio...
    Pero la Desgracia no parecía dispuesta a dejarnos en paz tan fácilmente, se tenía entre manos una nueva sorpresa...
    Una mañana irrumpieron en mi habitación mis dos hermanitas llorando desesperadas, gritando que el abuelo se había lastimado... Corrí a su habitación y allí lo encontré, como siempre, sentado en su mullido sillón, con su imperturbable sonrisita dibujada en el rostro. Al principio no noté nada raro en él, luego me percaté de que le faltaba el pulgar de la mano izquierda...
    A pesar de que les dijimos a las niñas que el abuelo se había agarrado el dedo con la puerta del baño durante la noche, tardé un tiempo en descubrir lo realmente sucedido. Esa tarde encontré al gato muerto en un rincón de la casa, rodeado de un charco de vómito. Bien sabido es que algunas sustancias utilizadas para embalsamar son altamente venenosas; todo llevaba a conjeturar que el angurriento felino había devorado el dedo del abuelo...
    Por el bien y la salud mental y emocional de las niñas decidimos embalsamar también al gato, que pasó a reposar sobre las rodillas del abuelo, tan estático como él. Al principio las niñas preguntaron por qué el gato no se movía del regazo del abuelo, a lo cual respondimos que lo habíamos castrado y les explicamos que eso suele tornar pasivos a los animalitos... A esta altura del partido era infernal el desgaste mental que nos producía esta gigantesca pantomima, pero nada era demasiado sacrificio para preservar la angelical inocencia de mis amadas hermanitas...


4.- La despedida definitiva.

Es terrible como se había ensañado la Desgracia con nuestra pobre familia. Y golpe tras golpe iba transformando a ese joven feliz y esperanzado que yo era, en este hombre adusto y atormentado que hoy les relata esta historia...
    Esa tarde salimos todos a despedir a una familia muy importante que partía del puerto hacia Estambul. En estas ocasiones solíamos llevar al abuelo en el baúl del auto, para evitar posibles malentendidos con la policía. A las niñas les explicamos que el abuelo era un saludante muy famoso y que prefería viajar en esas condiciones para evitar las oleadas de fanáticas admiradoras, que sumidas en su desesperación solían arrancarle la ropa y los pocos cabellos que le quedaban...
    Durante el viaje íbamos cantando bonitas y alegres canciones, la mayoría relacionadas con el saludo y las despedidas, como: "No te olvides la tenaza", "Adiós mi bella rana" y "Señora, sé que regresará", cuando de pronto mamá se percató de que había olvidado todos nuestros pañuelos en casa. Era muy tarde para regresar a buscarlos, y la puntualidad es importantísima en nuestro trabajo, así que decidimos comprar pañuelos descartables en algún quiosco, y luego pactar un descuento con nuestros clientes por la diferencia de calidad.
    Estacionamos el auto y, mientras mamá compraba los pañuelos, salimos a estirar un poco las piernas, al tiempo que descansábamos unos minutos del fétido olor que impregnaba el interior del automóvil.
    Fue terrible nuestra sorpresa cuando nos dispusimos a regresar al coche y descubrimos que no estaba donde lo habíamos dejado estacionado. ¡Se habían robado nuestro auto y, por ende, también al abuelo!
    Jamás logré recuperarme del todo de ese cruel golpe del Destino. El automóvil fue encontrado una semana después, abandonado en un terreno baldío, pero nunca volvimos a tener noticias del abuelo. Supongo que, habiendo sido tan famosa su imagen en otra época, los ladrones deben haberlo vendido como reliquia a algún museo, haciéndolo pasar por estatua de cera... No nos atrevimos a hacer ninguna denuncia... No es muy común extraviar un cadáver...
    A las niñas tuvimos que decirles que el abuelo se había ido de viaje a Europa, que no se había podido despedir por razones de urgencia, y que por eso había tomado el auto prestado, para trasladarse al aeropuerto. Mas tarde inventamos que el abuelo se había casado, y que se quedaría en Europa por tiempo indefinido. Y esto es lo que, afortunadamente, hoy, con cuarenta y cinco años, aún creen mis dos hermanas. Tiemblo cada vez que me hablan de viajar para visitar al abuelo, pero, a Dios gracias, el saludo como profesión no es hoy en día lo que era antes, y hasta el momento no han contado con el dinero suficiente como para realizar el viaje...

- FIN -


[Indice]   [Página Contenido]
 

[Página Principal]   [Provincia de La Pampa]  [Santa Rosa, Ciudad Capital]  [Literatura]
[Diseños Gráficos]  [Humor]  [Ciencia Ficción]   [Enlaces útiles]