El Fantasma PrivadoPampaCentral


El Lugar Recóndito y la Mirada del Amor

Me divierte inventar, en el silencio de mi cuarto interior, diversos tipos de terapia.
    Una de ellas es: ¿Qué hace usted en su intimidad? ‘‘Actúe, ante los otros integrantes del grupo, lo que imagina que es, quizás descubra así, que su fantasía no es tan lejana a la realidad como usted lo cree, o al menos, pasaremos juntos un rato divertido...’’.
    Habría que seleccionar, para ese grupo de reflexión, gente que tuviera miradas de amor hacia los demás, que mostrarían al que los observe lo que se esconde en su lugar más recóndito.
    Esta idea para una terapia se basa en un episodio que me sucedió, el cual ustedes conocerán a medida que avance este artículo. Antes, yo creía, como Sartre, que el infierno consistía en la mirada de los otros penetrando en nuestra interioridad.
    Siempre me he planteado qué es lo que sucede en nuestro ser más auténtico, aquello que actuamos en nuestra más absoluta soledad.
    Lo llamaremos ‘‘El lugar recóndito’’, en donde uno se halla solo, sin la mirada del otro y se dedica a imaginar y/o realizar sus fantasías. ¿Quién no actúa como Héctor Alterio (en la película ‘‘El Nido’’), de director musical, como si el bosque fuera su orquesta, mientras un disimulado tocadiscos portátil hace más verosímil la maravilla de su fantasía...?
    Creo que cada uno de nosotros tiene su lugar recóndito. He escuchado hablar de él, a pacientes, amigos y conocidos.
    Y usted... ¿Nunca gesticuló utilizando su lapicera de micrófono, frente a un público inexistente, con su canción favorita de música de fondo...?
    Yo también he tenido y sigo teniendo mi lugar recóndito. Yo bailo. Esto sonaría extravagante si usted pudiese verme. Soy gorda. Si me mira con mucho cariño, podría parecerle una gordita intelectual. Sin mis anteojos, veo poco. Pero yo bailo... Y lo puedo afirmar porque descubrí que lo hacía, gracias a la mirada del amor.
    En mi infancia era una niña muy delgada. Cada vez que mis padres salían, ponía el tocadiscos al máximo volumen, y entonces... yo, ya no era yo.
    Me transformaba en una bailarina muy famosa. El living se convertía en un salón de baile, en donde saltaba de sillón a sillón, y bailaba.
    Un día, el sofá se rompió (no estaba diseñado para ‘‘bailarines-saltarines’’). Recuerdo a papá mirándome extrañado, mientras intentaba reparar lo que yo había roto. Él intuía que yo tenía algo que ver en el asunto. Murmuraba: ‘‘Sé que sos culpable, pero no entiendo cómo pudiste hacerlo’’. Su perplejidad era tan grande, que casi no se le notaba el enojo. Ignoraba que, cuando ellos salían, el departamento retumbaba.
    Los vecinos solían venir a quejarse a mis padres de lo fuerte que se usaba la música en casa. Ellos respondían a sus requerimientos, diciendo que debía haber una confusión. Aquellos ruidos saldrían de otro departamento bastante lejano al nuestro, ya que ellos jamás habían percibido tal cosa. Y decían la verdad. Yo sólo era bailarina cuando ellos no estaban, así que nunca habían podido escuchar los estridentes sonidos que solían escaparse de nuestro hogar.

    El tiempo pasó y seguí bailando en mi lugar recóndito. Cuando tenía veinte años, también lo hacía en el mundo exterior. Me entrenaba en casa, saltando cinco horas diarias, durante las dos semanas anteriores al Carnaval.
    Iba a los bailes del Centro Lucense. Buscaba sólo el disfrute del baile en sí mismo. Por eso bailaba con el primero que se me presentase. No quería perder ni un minuto de aquellos mágicos momentos.
    Me sacaban a bailar hombres de toda clase. Los había horribles, monstruosos, sumamente extraños, o terriblemente tristes. Yo estaba muy contenta y me reía con ellos. Algunos, me miraban sorprendidos. Estaban poco acostumbrados a recibir sonrisas, pero mi alegría era contagiosa y ellos terminaban riendo también.
    Yo los sentía a ellos, como hermanos de mi misma religión. Revivía con la música. Y allí danzaban todos: viejos, niños, gordos, enanos, flacos, aguileños, negros, indios...
    A medida que avanzaba la noche, el piso parecía ser un colchón que nos lanzaba al aire. Saltábamos tan alto, que teníamos la sensación de volar como los pájaros, liberándonos de la tierra, de los problemas sociales, económicos, de raza y de clase. No existía nada más que nosotros, juntos, una humanidad saltando feliz.
    Luego me casé, tuve hijos, me divorcié, volví a casarme y tuve más hijitos. Y creí que imaginaba que bailaba (como ya he dicho), hasta aquel día...
    Mi actual esposo volvía de hacer las compras y lo escuché aplaudir desde el exterior de la casa.
    Gritaba: ‘‘¡Bien! ¡Bravo! ¡Hurra!’’. Descubrí que me había estado observando desde la ventana que da a la calle, que había quedado abierta. Vi su rostro amado, con un gesto de admiración y alegría.
    Abrió la puerta, me abrazó y dijo:
    –¡Qué bien que bailás!
    –¿Qué...? –contesté totalmente desconcertada–.
    –¡Bailás como una bailarina profesional! ¡Es increíble cómo levantás las piernas! ¡Cómo saltás! Te posesionás de tal modo que hacés un espectáculo hermoso...
    Tardé varios minutos en darme cuenta de que no estaba bromeando...
    Yo creía que imaginaba que saltaba. Pero según parece, había seguido haciéndolo en la realidad, igual que cuando era más joven. Y su mirada amorosa es la que me hizo concientizar lo que realmente realizaba en mi lugar recóndito. Esto fue lo que cambió mi opinión sobre la mirada de los otros.
    Hay miradas infernales, como las que describió Sartre en ‘‘A Puerta Cerrada’’, pero también existen las miradas del amor.
    La mirada amorosa del otro, puede ayudarnos a recobrar aquellos mundos que creíamos haber perdido, pero que hemos conservado en nuestro lugar recóndito.
    En este caso fue mi pareja, pero también pueden tener miradas mágicas: padres, amigos, un profesor, un analista, un niño, un paciente, una madre... Cualquier ser humano puede mirar al otro con esa hermosa mirada.
    ¿Cómo yo no me di cuenta de que seguía bailando en la realidad? Porque la lógica me decía que eso era imposible. Cuando yo saltaba, lo hacía de un modo inconsciente, disociándome del mundo lógico.
    Esto me sugiere que existe otro espacio. Un espacio interior que no se rige por las leyes de la lógica, en donde algo de nosotros, pase lo que pase, sigue haciendo aquello que quiere; o mejor sería decir que sigue siendo lo que quiere ser...
    Por ejemplo, usted que está leyendo esta nota: Quizás cree que imagina que es un gran músico. Cuando era joven tocaba el violoncelo; ahora no le parece lógico, con tan poco tiempo, el ruido de los chicos y el cansancio. Cuando está solo, en su casa, cree que imagina que toca ese instrumento. Pero un día, podría llegar a descubrir que en esos momentos, los vecinos festejan las dulces melodías que salen de aquel violoncelo que usted creía que hacía demasiados años que no tocaba.
    ¿Cómo descubrirlo? Yo lo descubrí por la mirada del amor.
    Reflexione: ¿Qué hace usted en su lugar recóndito? ¿Está seguro de sólo imaginar lo que hace? ¿Se animaría a hacerlo delante de alguien? Seguro que este último ser, es el que tiene la mirada del amor.
    Y no me diga que estas son sólo ideas locas mías. Y que usted jamás ha imaginado nada, ni canta mientras se baña, ni habla solo en el colectivo...
    Para finalizar, le deseo a usted una mirada de amor, que le permita descubrir los tesoros escondidos, de los cuales usted no es consciente. Y es esta mirada la que deberíamos poseer nosotros; para descubrir lo que es y no se dio cuenta que era, porque creyó que solamente fantaseaba en su lugar más recóndito.


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