El Fantasma PrivadoPampaCentral


El presente no vivido

El día sábado era el peor. Los demás, entre el trabajo y el club, eran medianamente horribles. ¡Pero el sábado...!
    Durante la semana deseaba que el reloj se moviera rápido. En el trabajo, no veía la hora de irse a casa. La casa silenciosa y el perrito que saltaba al verla. Por eso, ir al club era lo mejor. Almorzar allí o, en vez de comer, nadar o hacer gimnasia para bajar la panza. Observar, mientras se duchaba, sus estrías que no habían venido por un embarazo.
    Y, en casa, ver la televisión rogando que pasara el tiempo sin notarlo. Depilarse las cejas y las piernas, ya sin sentir el dolor de la cera. Hacer las compras. Ir al cine y ver a otros en pareja. Soñar con un hogar con niños y él, de noche, abrazándola, besándola y haciéndole el amor. ¿Cómo sería eso de hacer el amor? ¿Sería verdad eso que, con el tiempo, el himen se vuelve impenetrable, y que las viejas solteronas se vuelven imbancables de insatisfechas que están?...
    Los sábados. Siempre había esperanza en ellos. ‘‘Mañana es domingo y es el día en que una descansa y espera con tristeza otra semana que comienza y que no llevará a nada’’. Sin embargo, ella escuchaba a esas madres que trabajaban en su oficina. Se contaban que sus maridos ya no eran como antes. Por ejemplo, Griselda: ‘‘Antes, Roberto se concentraba en mí, no se perdía ninguna de mis palabras, y ahora, cuando hablo, mira para cualquier lado y cuando termino de hablar, me pregunta qué fue lo que dije, y entonces me doy cuenta de que no me escucha’’. Se recordó contestando indignada: ‘‘Si yo tuviera marido o hijos, nada me importaría’’.
    Ese sábado, se vistió lo mejor posible, como siempre. Estaba contenta, como si los pájaros le cantaran en su oído himnos a su hermosura. ‘‘Hay días en que una, de radiante que está, parece linda’’, pensó mirándose al espejo. ‘‘Días en que hasta los colectiveros te sonríen, y que pasan cosas lindas y no se sabe si la causa es lo bien que está una, o que desde que se levantó, presintió que ese día algo bueno iba a pasar...’’.
    Se fue a Plaza Lavalle. Los viejitos conversaban bajo el ombú. Los muchachos circulaban a lo largo de los quioscos con libros. A ella le gustaba manosearlos y comprar un libro soñando que con él soñaría, y que mientras le durara, viviría como aquella heroína que siempre es amada y nunca se aburre.
    Fue ahí donde lo vio. El hombre le comentó el libro que ella había tomado; era experto en literatura. De mediana estatura y pelo y bigotes negros. Hablaba muy rápido. Las palabras la rodeaban, la estrujaban, la abrazaban. Charlaron mucho. Ese sábado no se sintió sola. Ella no le preguntó nada. Él le contó su viudez de una esposa joven con leucemia. Y que el tiempo se le hacía largo y que los chicos no tenían madre.
    Cuando se casaron, ella se mudó de casa. Y el esposo le dijo que dejara el trabajo y que se dedicara a los chicos y a la casa; que a él no le gustaban los perros. Se llenó de niños. Pero la casa la fue ahogando. Dejó de ir al club.
    De todos modos, estaba contenta. Pero descubrió que cada momento en la vida había que vivirlo gozando de lo bueno que tenía. Que soñando con su futuro, se había olvidado de vivir el presente en su momento...
    Y ahora, en el futuro que una vez soñó, mientras fregaba, anhelaba un poco la libertad.


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