Cuentan que, por estos pagos, vagaba el fantasma de
Iósef Ben Shalom; uno de los primeros inmigrantes hebreos que llegaron a nuestro país.
Por las noches claras de invierno, cuando el campo estaba en completo
silencio, solía escucharse como un galope de cabalgadura que recorría la llanura. Dicen
que, quienes se animaron a salir de sus ranchos a mirar, llegaron a ver una silueta
fantasmagórica de un hombre a caballo; una silueta casi transparente, con un amplio
poncho flotando al viento, que cabalgaba a un galope constante y sostenido, atravesando
los campos, sin importarle tranqueras ni alambrados.
Los paisanos más viejos aseguran que era el alma de Iósef, que
cabalgaba por las pampas buscando las tolderías del cacique Catriel, para rescatar a su
amada Sarah, que fuera llevada cautiva por un malón de este cacique y vengar la muerte de
sus dos pequeños hijos.
La historia o quizás leyenda de Iósef Ben Shalom, estuvo
siempre presente en cada rueda de fogón, cuando el paisanaje se reunía a matear, al
calor de las brasas, en esas interminables noches de invierno.
Se cuenta que Iósef, se había instalado, junto con su esposa Sarah y
sus dos pequeños hijos, en un rancho en medio de la llanura. Trabajó la tierra con todo
el corazón y, aunque él sabía que esa no era "la Tierra Prometida", le
ofreció todo el amor de sus manos y de su alma, como una forma de retribución a todo ese
amor que esta tierra le había brindado al aceptarlo como inmigrante.
Eran épocas duras para los colonos. Los indios solían maloquear
frecuentemente, robaban ganado, quemaban rancheríos y se apoderaban de cuanto podían,
matando a quien se cruzara en sus correrías.
Así fue como, un cierto día, la indiada llegó en malón hasta el
ranchito de Iósef. Hicieron un gran destrozo. Se apoderaron de los dos o tres animales
que había en el rancho. Pasaron a degüello, sin piedad, a sus dos pequeños hijos, se
llevaron cautiva a Sarah y quemaron el rancho, ante los ojos atónitos del buen Iósef.
No podía creer lo que estaba viendo. Estaba acostumbrado a luchar
contra las inclemencias del tiempo, pero no contra la furia devastadora de aquellos
hombres. Era diestro en empuñar un arado o un hacha para desmontar, pero nunca había
empuñado un arma.
Blandiendo la horquilla, con la cual estaba emparvando forraje para los
animales, arremetió contra el indio que había alzado en su caballo a Sarah, pero no
logró siquiera acercarse a él; una lanza afilada atravesó su pecho dejándolo tumbado
boca arriba y con los ojos muy abiertos, mirando el cielo como buscando una explicación
de lo que estaba sucediendo. De su garganta escapó el grito de: ''¡Sarah...!'', y
sus manos se crisparon por el dolor. Y allí quedó, regando la tierra con su sangre y su
vista fija en el cielo.
Su cuerpo no recibió sepultura y su alma no descansó en paz. Es por
eso que, en ciertas noches, se veía su figura fantasmal cabalgando por las pampas, en
busca de su amada Sarah y de su paz eterna en el reino de los muertos.
Así concluían siempre los relatos de su historia entre el paisanaje:
santiguándose y pidiendo al "Tata Dios" por el descanso de aquella alma
en pena.
Una
tarde de otoño, llegó hasta el Puesto de una vieja Estancia, una mujer andrajosa;
pidiendo algo para comer y algún pequeño lugar donde poder pasar la noche.
Agustina, la esposa de Juan, el puestero, se apiadó de aquella pobre
mujer y le ofreció un abundante plato de guiso, que recién acababa de cocinar, porque
Juan estaba al caer, después de su recorrida diaria por la Estancia, y ella siempre lo
esperaba con la comida caliente pues sabía que siempre llegaba cansado y con mucho
apetito, después de trajinar todo el santo día con los animales y con los quehaceres del
campo.
La mujer le agradeció de todo corazón ese plato de comida. Se sentó
a la mesa y comió en silencio, con su vista fija en el plato, pero su mirada no estaba
puesta en ese objeto, sino que estaba fijada en su propio interior, en sus pensamientos, o
en sus recuerdos.
Agustina no se atrevía a hablarle, por no molestar sus pensamientos
que, suponía, eran muy profundos.
Al cabo de unos minutos, llegó Juan. Después de desensillar el
caballo y soltarlo en el corral, se dirigió a la cocina, diciendo a viva voz, como para
que Agustina lo escuchara:
¡Ya llegué, vieja...! ¡Andá poniendo la mesa, nomás...! Traigo un hambre que ni
te cuento...
Al abrir Juan la puerta de la cocina, la mujer se sobresaltó. Agustina se
apuró en comentar, para tratar de calmarla:
Él es Juan, mi marido... ¡Siempre llega muerto de hambre...!
¿Con quién hablás...? preguntó Juan, que no se
había percatado de la presencia de aquella mujer, porque pasó derecho a lavarse las
manos en la palangana que estaba en un rincón de la cocina. Creo que pasar todo
el día sola, sin poder hablar con nadie, te está haciendo mal. ¿No me digas que ahora
hablás sola...?
No. Sólo se lo comentaba a... ella dijo Agustina, algo
confundida por no poder presentarla formalmente, pues no sabía (ni le había preguntado)
el nombre de aquella mujer. Tenemos una visita... Hoy no estuve tan sola como
otras veces...
Juan giró su cabeza y detuvo su mirada en la mesa. Sin entenderlo, fijó su
vista sobre la mujer que estaba sentada junto a ella, con la cuchara en la mano, pero tan
inmóvil como una estatua.
¡Disculpe, señora...! dijo confundido. No
pensé que habría gente extraña... Por aquí, nunca llega nadie... ¿Algún familiar
tuyo, Agustina...? interrogó a su esposa. No me dijiste nada que
pensaban venir a visitarte...
No, Juan... contestó Agustina, que se sentía algo
incómoda por la situación. Esta señora llegó hace unos momentos, y es...
eh... Ella es... se llama...
Me llamo Sarah se adelantó la mujer.
Discúlpeme por incomodar su privacidad. Y discúlpeme usted, Agustina, por no haberle
dicho siquiera mi nombre. Es que llegué tan cansada y hambrienta que sólo atiné a pedir
un poco de comida y algún lugar donde descansar. Su esposa ha sido muy amable en
brindarme este plato de guiso y ofrecerme un lugarcito en el galpón, sin consultarlo con
usted. Ese gesto ha sido el mejor que he recibido en muchos años. Apenas aclare, mañana,
seguiré mi camino y no los molestaré más...
Al escuchar aquel nombre, Juan se estremeció. Sólo conocía a una sola
mujer que llevara ese nombre, y todo a través de aquellas viejas historias de fogón que
escuchó desde muy joven.
Volvió a fijar su vista en aquella mujer. De esta manera, se percató
de que aparentaba ser una mujer joven, aunque su vestimenta algo andrajosa y
sucia y su aspecto desaliñado, daban la sensación de que se tratara de una persona
más vieja.
Su piel era muy blanca. De un blanco casi increíble. Su larga
cabellera, de color negro azabache, caía sobre sus hombros desnudos, pues sus ropas
estaban deshechas. Sus ojos verdes, como dos esmeraldas, brillaban al resplandor de la
lámpara que estaba sobre la mesa. Si se la observaba detenidamente, se trataba de una
mujer hermosa, muy hermosa; algo muy raro de ver o encontrar por esas latitudes.
Un frío intenso le recorrió la espina dorsal, y toda su piel se
estremeció al asociar ese nombre con las historias que había escuchado desde que tenía
memoria.
¿Sarah...? preguntó Juan. Nunca conocí a una
mujer con ese nombre... ¿Qué nombre es...? Quiero decir, ¿De dónde proviene...?
Sarah es un nombre hebreo, del pueblo de Israel.
contestó la mujer. De allí es de donde he venido. No puedo precisar con
exactitud cuánto hace que llegué a estas tierras. Sólo sé que llegué aquí con mi
esposo, Iósef, y nos afincamos en algún lugar de esta comarca. Allí fue donde tuvimos
dos hijos y comenzamos a trabajar la tierra. Como un milagro del cielo, esa tierra
comenzó a dar su fruto y agradecimos a Dios por el nuevo hogar que nos había regalado.
Todo iba muy bien; el trigo crecía, los pocos animales que teníamos
nos daban el suficiente sustento diario. En verdad, creíamos que habíamos encontrado la
"Tierra Prometida, de la cual mana leche y miel".
Mas, un día tenebroso, llegaron unos hombres salvajes, y cual
"ángeles exterminadores", destruyeron todo lo que habíamos construido; mataron
a mis dos pequeños hijos y a mi marido. A mí, me llevaron como prisionera y viví en
cautiverio por largo tiempo.
Cuando llegamos a sus tiendas, cortaron con sus cuchillos las plantas
de mis pies, para que no escapara, y tuve que compartir la tienda y mi cuerpo con alguien
que detestaba enormemente, porque él era quien había dado muerte a mis hijos y a mi
amado Iósef...
En ese momento, la cabeza de Juan comenzó a dar vueltas hasta sentirse
mareado. Tan mareado como cuando, con sus amigos, se les "iba la mano"
con la ginebra.
Quería hablar, pero las palabras no salían de su boca. Sólo miraba a
esa mujer y a su esposa, como pidiendo que alguien le dijera que todo lo que estaba oyendo
era irreal, que era sólo un sueño, o una pesadilla atroz.
No sé cuánto tiempo pasé allí. continuó hablando la
mujer. Sólo recuerdo que, una noche, cuando todos los hombres festejaban la
captura de un nuevo botín, pude escapar de ese lugar. Esa noche, después de que habían
comido y repartido lo que habían obtenido en su correría, comenzaron a beber aguardiente
hasta quedar completamente borrachos y dormidos, tirados por cualquier lado de sus
tiendas.
Tomé coraje, y como las llagas en las plantas de mis pies ya habían
cicatrizado, tomé algo de alimentos y agua, y escapé hacia la inmensidad de la llanura,
con la esperanza de hallar alguna población o a alguien que me ayudara a encontrar mi
destruida casa.
Vagué por el desierto sin saber por cuánto tiempo, pero el suficiente
como para vivir y reflexionar sobre lo que pudieron haber sentido mis antepasados cuando
vivieron en esclavitud en Egipto y cuando, después de su liberación, tuvieron que vagar
por el desierto del Sinaí.
Juan no entendía nada. Solamente atinaba a mirar, de tanto en tanto, a su
esposa que también estaba absorta ante aquel relato. Pensaba que sus amigos
no le creerían ni una palabra si llegaba a contárselo.
Agustina, que había quedado callada, mientras escuchaba hablar a
aquella mujer, en determinado momento acotó tímidamente:
Pero..., eso sucedió hace... ¿Cuántos años...? No puede ser
verdad...
¡No interrumpas, mujer...! dijo Juan. ¿Quién
puede medir el tiempo en su exacta dimensión...? ¿Quién puede saber cuánto mide un
instante, o cuánto mide una eternidad...? Lo que Sarah está relatando es su propia
historia, la verdadera, ¿Qué interesa el tiempo...? Aquí interesa la verdad... Y esa
verdad, sólo la puede conocer ella, porque fue ella la que vivió esos momentos. La
historia que conocemos de esos hechos, es sólo el relato de terceros, que bien pudieron
deformar por ignorancia de los hechos, o bien por la natural deformación de algo que se
transmite de boca en boca.
En esos momentos, se hizo un silencio tan profundo que se podía escuchar el
latido de los corazones.
Como un rumor lejano, de repente se escuchó el galopar de un caballo
en la lejanía. Sarah se sobresaltó. Quedó inmóvil, escuchando el lejano sonido.
Agustina y Juan, se concentraron en ese sonido, y quedaron expectantes de lo que
acontecería.
¡Es él...! dijo Sarah. Es Iósef que me viene a
buscar...
Se levantaron los tres, casi al mismo tiempo. Sarah salió al patio, a mirar
el horizonte. Juan y Agustina, tomados de las manos, salieron tras ella e hicieron lo
mismo.
En unos momentos, en el horizonte, confundido entre los matorrales que
circundaban la casa, se divisó una silueta gris, casi transparente, de un hombre a
caballo. Se detuvo en la entrada del patio, y permaneció allí, inmóvil, por algunos
instantes.
Sarah, con una vitalidad y fuerza inusitada, corrió hacia el lugar
donde se había detenido aquel espectro.
¡Iósef...! gritaba. ¡Al fin llegaste...!
¡Aquí estoy, como siempre lo estuve, esperándote...! ¡Jehová es grande...! ¡Baruj
Atá, Adonai...! ¡Llévame contigo...!
Juan y Agustina se abrazaron, mientras miraban ese prodigio inexplicable.
Sarah llegó hasta la silueta, subió sobre el caballo fantasmal, y
éste comenzó a galopar, alejándose de la casa y perdiéndose en el horizonte.
Los puesteros se abrazaron más fuerte, se besaron y dejaron escapar
algunas lágrimas, que rodaron mejillas abajo hasta confundirse con la humedad reinante de
aquella noche otoñal.
Después de ese acontecimiento, nunca más se escuchó el galope constante de aquel
espectro por las llanuras de La Pampa. Iósef encontró a Sarah y encontró su paz eterna.
Ya su alma no vagará más por estos campos. Quizás cabalgue, llevando a Sarah en ancas
de su caballo, por los campos celestiales donde estarán todos los colonos que dieron su
sangre a esta tierra para engrandecerla.
- FIN -