Pensar
para no llorar
Pensaba mucho, casi todo el tiempo. Trataba
de ordenar los estímulos; clasificarlos, categorizarlos.
Su marido le decía que ella, cuando salía fuera de la casa, se pasaba
el tiempo pensando para defenderse de sentir. Tenía razón, y ella lo sabía. Pero era
demasiado sensible...
Salía a la calle todos los días, para ir a su trabajo. Los estímulos
la agobiaban. Había niños que lloraban, porque sus madres les gritaban y les pegaban.
Ella sentía odio y ganas de defenderlos; quería besarlos, cobijarlos. Como no podía,
pensaba en lo que haría cuando llegara a la oficina. Lo que tendría que archivar y pasar
a máquina.
Trataba de consolarse, por lo de los chicos, recordando en los castigos
brutales que había visto en películas, situadas en tiempos pasados. Reflexionaba que
antes, con la patria potestad, los chicos eran vendidos como esclavos para trabajar las
tierras de los terratenientes.
Los ruidos. Las bocinas. Sentía que sus músculos se tensionaban y no
podía hacer nada para relajarlos. Pensaba en el progreso de la civilización, en cuanto a
medios de locomoción. Era difícil soportar a los automóviles, pero, antes, debía haber
sido mucho más dificultoso viajar en diligencias, por ejemplo.
Cuando empezaba a divagar, la lógica la llevaba cada vez más lejos en
su reflexión... Y, de ese modo, la reflexión la alejaba cada vez más del presente...
Ella se daba cuenta de que se estaba perdiendo la vida pensando... Pero
no podía evitarlo. La opción era: pensar, o morir ahogada en sus emociones...
A veces, cuando viajaba en el subterráneo, se maravillaba de la
capacidad que tenían su cuerpo y su espíritu de dejar penetrar cualquier cosa. Observaba
las reacciones de los demás, y las comparaba con las suyas. Se daba cuenta de que nada
tenían en común...
Ella tenía ganas de llorar o de reír, alternativamente, frente a las
distintas cosas insignificantes que sucedían en el subte.
Los otros permanecían aparentemente impasibles. Quizás, cuando la emoción les embargara
el alma, ellos también se pondrían a pensar... Aunque no parecía que fuera así.
Los rostros, que ella observaba, tenían la expresión de haberse
trasladado a otro lugar. E intuía en ellos otra defensa: el sueño diurno. Se les veía
en el gesto. Algunos tenían la suerte de fantasear cosas agradables. Pero otros parecían
soñar sueños tenebrosos, sus miradas eran de terror o de enojo. También hablaban solos,
retando a duelo a seres invisibles...
Los momentos en que ella se entretenía observando, era un descanso
para su mundo intelectual, un breve estado de relax...
Algunas veces, la cabeza le dolía mucho; no sabía si era por todo lo
que pensaba, o era por ese instante acuciante, anterior al pensamiento, cuando se sentía
invadir por un millar de estímulos, gracias a su maldita hipersensibilidad. Porque antes
de usar su defensa mental, no tenía más remedio que sentir... Y entonces la emoción la
paralizaba o la hacía llorar, reír o temblar.
El tiempo de expresión de esas emociones, era tan breve, que
generalmente pasaba inadvertido. Ella temía que pudieran descubrirla. En ese momento, era
demasiado vulnerable... Se sentía como desnuda, por la calle, en una tarde soleada.
Otro de sus temores era que sus emociones la llevaran a cometer actos
imprudentes. Como aquel día en que el colectivero le gritó, y ella sintió que le
hervía la sangre. Se daba cuenta de que la rabia la podía llevar a un acto
contraproducente: darle con la cartera en la cabeza... Se contuvo, pero la conciencia de
sus impulsos agresivos, la asustaba. Le temía al acto mismo, no le gustaba la idea de
lastimar a un ser humano (suponía que los colectiveros lo eran). Pero, también se
asustaba al imaginar las consecuencias que podría tener que ella, alguna vez, siguiera
sus impulsos. Por ejemplo, luego de golpear al colectivero, ¿Qué le podría hacer el
hombre a ella...?
O aquel día... Su jefe le regaló un ajuar para su futuro bebé, en
una fiesta que se organizó en la oficina. Fue una sorpresa. Era un obsequio personal, no
tenía nada que ver con los directores. Él se lo había comprado, según la tarjetita que
acompañaba a la ropa, «En agradecimiento por los servicios prestados y la tolerancia,
ante mis órdenes impacientes». Ella se emocionó por el regalo y su notita. No estuvo de
acuerdo con lo de las órdenes impacientes, la cordialidad con que le pedía las cosas,
era tan suave, que ella jamás se atolondraba... Y esto era una prueba fehaciente de que
lo que decía era un regalo más. Un regalo de palabras amables... Ella adoraba a su jefe.
Lo sentía como un papá bueno y protector. Ante esta hermosa actitud de él, sintió
tanto júbilo, que hubiera saltado de gozo y lo hubiera comido a besos... Al lado de su
esposa... Con consecuencias funestas.
Rápidamente, antes que sus compañeros observaran en su mirada aquel
brillo singular, pensó en su futuro hijito; cómo sería, rubio, alto, bajo... Sólo dijo
Gracias, con una sonrisa amable, y le dio un buen apretón de
manos...
Era una gran suerte que los estímulos se convirtieran tan rápidamente
en pensamientos.
Hasta ese día, sus defensas sólo habían sido utilizadas fuera de su
hogar. Allí, le era permitido sentir, expresar y hacer todo lo que quisiera. La actitud
de su marido era de una tolerancia total, que le hacía sentir como en un refugio. Su hijo
era demasiado pequeño, y se comunicaba muy bien con esa mamá, de sensibilidad tan
extrema...
Ese día, volvió a casa contenta. Su suegra se había llevado al nene.
Su esposo la esperaba bañado, afeitado y perfumado... Radiante.
Apenas entró, él le empezó a hacer cosquillas. Luego, de reírse los
dos, la llevó alzada al dormitorio. La apoyó suavemente en la cama, y comenzó a
desnudarla, sin previo aviso. Su marido no acostumbraba a mostrarle su afecto en forma tan
activa.
Ella se sintió sorprendida, alegre, ante esa forma novedosa y cómica
de actuar... El amor penetraba por su piel. Sus caricias la quemaban y sus besos eran de
fuego...
De pronto, los pensamientos vinieron a su mente. Se metieron en su
cerebro y no la dejaron sentir. ¡Y ella tenía tantas ganas de vivir ese momento!
Necesitaba tanto recargar su piel con las manos ásperas y tiernas de su amor... Sabía
que se estaba perdiendo un tiempo precioso, el único momento en que podía descansar un
poco y cubrirse de calma. Sin querer, no podía dejar de pensar en el significado
etimológico de la palabra amor. Se fue muy lejos...
Su esposo, la percibió lejana. Sabía que afuera lo racionalizaba
todo, pero, normalmente, en esos momentos ella se entregaba al placer, íntegramente.
No estás acá, le reprochó dulcemente. Y
susurrándole suave en el oído, le sugirió, repetidamente, no pensar. Su voz era tierna,
llena de afecto, como una canción de cuna. Se conectó con su alma, y luego se dedicó a
apaciguar la electricidad de sus neuronas.
No pensar... Desligarse.
Entonces, las manos del esposo masajearon sus tensiones. Las hicieron
circular de un lugar a otro de su cuerpo. Hasta que, al final, las tensiones se fueron por
los poros de la piel y se quedaron un rato en las sábanas, para luego escabullirse por la
ventana.
Un automóvil pasó al lado de un pobre viejo, que caminaba despacio,
bajo la lluvia. El anciano se bañó en agua sucia y, para colmo, las tensiones se le
escondieron bajo el abrigo...
Ella descansaba sobre el hombro de él. Luego, ella lloró. Y él se
sintió triste, insuficiente. ¿No te sentiste bien?, preguntó.
Sí, muy bien... Lloraba porque estaba descansando de
pensar, contestó ella.
Más tarde se calmó.
Esa noche durmió bien, para al otro día estar descansada, salir a la
calle, recibir los estímulos, y poder comenzar otra vez...